Regresión sanadora de Amy Weiss

Uno de los testimonios que más me han conmovido, si no es que el más de todos, es el de la hija del Dr. Brian Weiss, Amy. Me acuerdo que estaba leyendo su relato, mientras esperaba en el aeropuerto a mi hermana, y cada palabra me hacía sentir ahí, los detalles, pero sobre todo cómo fue su experiencia tan conmovedora y sanadora al mismo tiempo. Por eso decidí ir compartiendo con ustedes poco a poco los mensajes o aprendizajes de este libro que estoy leyendo actualmente, «Los Milagros Existen» de Brian Weiss, en el cual junta varios testimonios de pacientes o personas que han asistido a sus seminarios/talleres y que les ha cambiado la vida en todos los aspectos, sanado a partir de una terapia de regresión de vidas pasadas.

Les comparto el relato de Amy, tal cual lo escribió ella con sus palabras, no quise modificar nada para que no se perdiera la esencia.

Visión oculta- Amy Weiss

Como hija de Brian Weiss, he preguntado muchas veces por mis regresiones y si he descubierto todas mis vidas anteriores. A decir verdad, aunque he estado en cientos de talleres de mi padre, rara vez he tenido alguna experiencia. Quizás es porque, para mí, quien está allí es solo papá. O acaso sea porque tengo recuerdos de cuando contaba seis o siete años, sentada sobre los juegos de béisbol de mi hermano mientras mi padre intentaba hipnotizarme para que cloqueara como una gallina. En cualquier caso, he llegado a la conclusión de que, si participo en una de estas regresiones de grupo, no voy a revivir una vida pasada sino que probablemente echaré un relajante sueñecito.

Hace unos años estaba yo trabajando en un hospital de Filadelfia dedicado al tratamiento holístico de pacientes con cáncer de mama. Muchos miembros del personal, algunos de los cuales eran practicantes de reiki, habían ido a trabajar a ese hospital por tener en él cabida la medicina alternativa. Huelga decir que, si no estaban ya familiarizados con la labor de mi padre, eran sin duda de esas personas abiertas a la misma. Así pues, en una visita a mí y a mi hermano, mi padre fue tan amable que organizó un curso de formación íntimo para todos los empleados.

El taller con menos posibilidades de que yo experimentara alguna regresión era, sin duda, uno organizado en un escenario profesional donde estaría rodeada de mis compañeros y en especial de mis jefes. Pues bien, allí fue donde pasó. Pero antes de seguir, permítanme retroceder un poco y proporcionarles un pequeño historial médico.

A los veinticinco años pasé un examen ocular rutinario porque quería otro par de gafas y mi graduación necesita un pequeño ajuste cada pocos años. Cuando la optómetra me dijo que sufría cataratas, me quedé perpleja. Siempre había asociado eso a personas —aquí intentaré ser diplomática— con los veinticinco sobradamente cumplidos. Me recomendó que me observaran enseguida.

Cataratas a los 25 años

Recuerdo que después me senté en el aparcamiento y llamé a mis padres: «¡Tengo cataratas!» Vi a varios oftalmólogos, me hicieron numerosas pruebas, e incluso tomaron de mis ojos unas vanguardistas fotografías: tenía cataratas, de hecho varias, y eran congénitas, o sea, había nacido con ellas. Era algo desconcertante: por una razón completamente distinta, de niña me hicieron muchas pruebas oculares, y en ninguna se observaron cataratas. Si hubiera nacido con ellas, se habrían detectado entonces, sin duda, o acaso antes. En cualquier caso, por lo visto cada vez que me examinaban los ojos aparecían más cataratas amén de otros problemas oculares; se me dijo que algunos de los más graves podían incluso traducirse en una pérdida definitiva de visión. Nadie estaba realmente seguro de por qué padecía yo esas afecciones, y todos bromeaban discretamente sobre el hecho de ser su paciente más joven. Empecé a preocuparme. ¿Qué pasaría con mis ojos? ¿Sería todo muy rápido? ¿Y por qué de repente parecía tener los ojos de un anciano?

Cuando ese día mi padre estaba dirigiendo la regresión de grupo en el hospital, pidió a los asistentes que pensaran en un trastorno o síntoma físico concreto y retrocedieran a una vida anterior que lo explicase. Como recientemente habíamos hablado de mi situación, crucé mi mirada con la suya, y sonrió; esa instrucción, aun siendo desde luego significativa para casi todos los presentes, estaba pensada para mí. Con todo, no tenía yo muchas esperanzas de remontarme a una vida pasada o vislumbrar apenas alguna, pues pese a haberlo intentado durante muchos años, jamás lo había conseguido.

Regresión a Edad Media

Con gran sorpresa mía, de inmediato me vi como un hombre viejo viviendo en la Edad Media, quizás en el siglo xiv. Sabía que me hallaba en los bosques de Alemania o Francia; era difícil saberlo, no porque no se viera con claridad, sino porque vivía en lo profundo de la espesura y las fronteras artificiales eran irrelevantes. Me llamaba «Althrimus» o «Althrymus», aunque nunca he sido capaz de verificar si existía un nombre así. Tenía unos cincuenta o sesenta años, el rostro alargado y ajado, y el pelo blanco. La pequeña choza de piedra en la que habitaba era circular y tenía un tejado de paja: había un solo espacio, excepcionalmente sencillo pero acogedor. (En mi vida actual, en las casitas y habitaciones pequeñas donde otros acaso se sientan encerrados, yo siempre me encuentro a mis anchas.)

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Me veía aventurándome en el bosque a diario, recogiendo piedras, hierbas y hojas, y luego examinándolas o colocándolas alrededor de la choza. Los vecinos del lugar me llamaban «brujo», aunque yo distaba de ser inteligente y apenas poseía poder especial alguno. A decir verdad, era un poco retrasado. Pero me veían pasar tanto tiempo con objetos naturales que daban por supuesto que los utilizaba para hacer magia. No comprendían; a mí la gente no me interesaba lo más mínimo, menos aún influir en su conducta.

Yo no era más brujo que un niño que cogiera gusanos de la tierra. Un término más adecuado habría sido «naturalista». No iba nunca al pueblo. Vivía solo y me comunicaba poco con otras personas. Mi hogar era el bosque, y allí era feliz. Era un hombre sencillo, y nada me complacía más que estar conmigo mismo, entreteniéndome en el bosque y en casa. Durante la regresión, esto me hizo sonreír, pues reconocí que algunas de esas características, bien que no hasta tal extremo, se conservaban en mi vida actual. Sin embargo, la gente del pueblo, creyendo que no me traía nada bueno entre manos, acudió en masa al bosque con antorchas y quemó todo lo que había alrededor y dentro de mi casa: no solo mis pertenencias, que consistían en poco más que las colecciones de piedras y tarros con rarezas dentro, sino también todo el bosque circundante, aquellos hermosos árboles, aquellos amigos míos.

En ese momento yo me hallaba dentro de la choza, por lo que tuve que huir de ellos, correr y abandonar mi casa y mi vida para siempre. No obstante, antes de escapar, el fuego me había dejado irreparablemente ciego. Yo veía al hombre de pie ante mí, bajándose los párpados inferiores para mostrarme los ojos, cubiertos por una película de un blanco lechoso. Oh, Althrimus, dije para mis adentros, abrumada por la compasión hacia ese hombre, tan triste y apenado. Él era yo, naturalmente, pero contemplado desde la perspectiva del siglo xxi de nuestra alma.

Cuando el corazón se abre y desborda benevolencia, amor y compasión, la humanidad alcanza su potencial máximo.

Al hombre que era yo entonces lo consumía su dolor psicológico. Le resultaba imposible entender por qué otras personas podían causar a propósito tanta devastación, a él que nunca había tenido contacto con ellas y solo quería que lo dejaran en paz. No mataba literalmente ni una mosca; lo sé bien, pues se pasaba el tiempo buscándolas y haciéndose amigo de ellas. Quizá no fuera capaz de asimilarlo debido a su retraso mental, o tal vez porque es simplemente imposible comprender la brutalidad sin sentido.

Por «estúpido» que pudiera parecer yo entonces, fueron los vecinos quienes habían actuado con ignorancia. Lo que me entristecía tanto no era haber perdido la casa o la vista, sino saber que esas personas estaban dispuestas a destruir mi vida partiendo de una mal concebida caza de brujas, alguna impresión errónea de que yo practicaba hechicería o magia negra, conceptos que yo ni siquiera entendía. Aunque a la gente le pasan todo el tiempo cosas mucho peores —incluso ahora, en la época actual—, me sentía amargamente furiosa y auto compasiva, y sin duda proclive a asumir el papel de víctima.

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Althrimus

Althrimus jamás superó sus sentimientos de pura desesperación. Como arenas movedizas, estos lo envolvieron y se lo tragaron. Mi corazón enlazó con el suyo, y sentí su dolor como si fuera mío: lo era, por supuesto, aunque a la vez no lo era. Me quedé allí sentada, delante de mis compañeros, con los ojos llenos de lágrimas, embargada por la compasión.

Acércate a todas las cosas y a todos los seres con cara bondadosa.
-Monje Zen Dogen Zenji-

Fue en ese momento cuando mi padre preguntó al grupo si se podía captar algún mensaje de la vida que estábamos experimentando. Como respuesta, Althrimus seguía señalando sus inútiles ojos blancos. «La tristeza nubla los ojos», me dijo. El doble significado del mensaje me llegó al punto. Una catarata es una opacidad del cristalino del ojo. Los ojos de Althrimus habían quedado físicamente empañados debido al fuego; los míos habían quedado físicamente empañados por el hecho de ser Althrimus.

Él jamás se libró de esa profunda tristeza, ni siquiera después de morir, ni siquiera tras reencarnarse en el cuerpo que habito yo ahora. Como consecuencia de ello, también yo he permitido que se me nuble la visión de cómo es la Tierra, de si las personas son buenas, de si estoy segura, de si la vida es dolorosa. Desde luego en esta vida habré tenido, como todo el mundo, mi cuota de tristeza, que a veces daba la impresión de que jamás iba a desaparecer. Quizás he estado dejando que esta nube oscura e inabordable siguiera en esta vida ahí delante, ocultándome la visión. Quizá tenía los ojos realmente averiados, aunque no de la manera que yo tenía entendido.

Recuerdo sanador de una vida anterior

Por significativa que fuera esa conexión en su momento, básicamente la olvidé. Al cabo de unos años, tuve la suerte de concertar una cita en Bascom Palmer, un centro oftalmológico de gran prestigio a nivel nacional. La médica, una famosa especialista en la disciplina, me examinó las cataratas. Esta vez, sin embargo, la descripción fue muy distinta. «Solo hay una catarata», me dijo, «y no es de ningún modo congénita, sino el resultado de un trauma». Dibujó mi cristalino en un papel y me explicó que algún episodio traumático desconocido me había dañado el ojo. No tenía por qué preocuparme; no iría a más porque se trataba, tal como dijo, de un «suceso que ocurre una vez en la vida». La doctora no tenía ni idea de que esa vida correspondía a la Edad Media. No estaba afectándome a la visión, añadió, y no iba a hacerlo.

(En efecto, seis años y medio después de mi primer diagnóstico, fui a hacerme otro examen ocular de ajuste de graduación y me dijeron que ya no tenía cataratas.) Me llamaba la atención haber oído tantas veces que se trataba de algo con lo que yo había nacido; porque el caso es que, tras recordar una vida pasada en la que había quedado ciega en el sentido tanto literal como metafórico, ahora ocurría al revés. Parece imposible, y sin embargo es a la vez perfectamente posible, que el recuerdo de una vida anterior sea responsable de una inversión así.

Visita a Althrimus

Cuando unos tres años después de la regresión en el hospital me saqué el título de hipnosis, aprendí a hipnotizarme a mí misma. Un día tuve ganas de comprobar si era capaz, en un trance autoinducido, de volver a visitar a Althrimus y hablar con él. Y eso hice. Nos encontramos en su pequeña choza quemada. Nos sentamos y le puse al día de lo ocurrido en los últimos setecientos años. Le hablé de todo lo que él y yo habíamos hecho. Le expliqué que yo tocaba el arpa, y entonces se le iluminó la cara, pues sabía qué era ese conocido instrumento medieval. Le dije que me gustaba escribir. Althrimus no era lo bastante culto e inteligente para saber siquiera leer, menos aún escribir. Pero estaba radiante, el rostro henchido de orgullo al oír que su yo futuro era una persona instruida.

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No obstante, quizá la parte más graciosa y difícil llegó cuando le conté que era aficionada a la fotografía. Esto exigió que mi cerebro moderno intentara explicarle qué era una cámara y cómo funcionaba. El concepto fascinó a ese hombre de la Edad Media, cuya expresión iba intensificándose mientras se inclinaba hacia delante para escuchar e imaginar qué sería una foto. En esta vida, pocas cosas me gustan más que estar sola en la naturaleza, tomando fotos de los pájaros y las flores, y a Al le encantaba saber que su amor por los bosques había perdurado y ahora estaba siendo registrado para la posteridad.

Él y yo aún seguimos aprendiendo a ver el mundo con claridad. Ha sido un proceso que ha abarcado siglos y vidas, y que acaso tarde aún en finalizar. Pero me da la impresión de que los dos coincidiríamos en que estamos preparados para quitarnos las nubes de los ojos.

-Amy Weiss-

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Althrimus, un hombre sencillo, fue capaz de sentir y expresar bondad hacia todo lo que le rodeaba, los animales y la naturaleza entera. La educación y el intelecto no lo distrajeron. Como un niño, fue capaz de conservar su inocencia innata hasta que la muchedumbre violenta le robó la alegría además de la visión.

Quitar a las personas su dicha y su felicidad es una acción horrenda. Cuidarlas y
ayudarlas a alcanzar la paz y el bienestar y a hacer realidad sus sueños es una acción divina.
-Brian Weiss-

«Amy» es la esencia espiritual, o el alma, que conecta sus distintas vidas. Ella no es un cuerpo o una mente particular, sino más bien la esencia ininterrumpida y eterna. Es inmortal, como los somos todos. Por eso, al final de su vida, Althrimus no murió realmente. Su cuerpo sí, pero él siguió existiendo, y en el siglo xx se reencarnó en Amy. Reconocernos como alma, no cuerpo, cambia el modo en que percibimos nuestra muerte así como la de los seres queridos, pues estamos reconectándonos siempre, en espíritu y en la Tierra.

Brian Weiss-

 

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